Parpadeos fugaces

sábado, 11 de mayo de 2013

El cuerpo, la cárcel del alma. El carcelero, la muerte.

Como todas las tardes lluviosas de Domingo, el alma encerrada en aquel cuerpo mortal y corruptible vagaba por los alrededores de la ciudad intentando encontrar algo que le diera la vida.
¿Qué buscaba? ¿Otro espíritu con ansias de libertad? ¿Algún aroma que trajera un recuerdo de la mano del viento por donde se transporta? ¿Un paisaje difícil de olvidar? ¿La llave que le liberaría de sus cadenas y de su cuerpo terrenal? ¿La muerte?
Cada noche la liberación tenía su efecto, pero a través de la libertad de su mente. Podía transportarse a cualquier lugar con tan solo cerrar los ojos, tan solo soñando. Cualquier fantasía, idea retorcida, paisaje esquizofrénico, allí podía crearlo y pisar su propio sueño. Se pasaba las noches al pie de un acantilado, donde el mar comenzaba en la tierra y terminaba en el horizonte. Con tonos malvas en el cielo y ni rastro de una nube que amenaza tormenta. Se quedaba allí y observaba como salía el humo de su cabeza, transformándose en figuras de animales que corrían por el aire como si fuera una pradera infinita. Sus figuras favoritas de humo eran los ciervos, que saltaban de un lado para el otro, rodeando con su humo la imagen de su cuerpo sentado al filo del acantilado. Las figuras desaparecían cuando agitaba el pelo.
A veces, cuando se cansaba de ese acantilado, se sacaba un rotulador blanco de uno de los bolsillos de su pantalón roto, y empezaba a desdibujar el cielo, dejándolo completamente blanco. Tenía ahora el cielo a su entera disposición, como un lienzo en un blanco virgen deseando ser desvirgado, manchado por colores y su eterna imaginación. Hizo que las olas del mar descansaran su continúo vaivén, y arrancando flores que emergían del suelo empezó a manchar el cielo. Una vez tiraba esas flores contra el cielo las hacía explotar, y como una bomba de polvo el horizonte se llenaba de colores, hasta que de tanto mezclar se volvía todo negro dejando entrar a la noche. Se limpió las manos espolvoreando el polvo colorido de las flores por su alrededor, y con el dedo empezó a dibujar en el cielo una media luna, extendiendo la varicela de puntos blancos a su alrededor, dándole brillo a cada punto y bautizándolos como estrellas.
Pero a pesar de que la noche era perfecta, y de que la Luna mecía sus inquietudes, se sentía muy sola. Aquella alma en aquel sueño que le arrebataría el cuerpo cuando éste despertara le hacía sentir muy triste. No quería salir de allí jamás.
Y aquel sentimiento de tristeza se reflejó en la hierba donde estaba sentada, que crecía a una velocidad de espanto y le acariciaba la piel traslúcida y la sumergía sutilmente dentro de la tierra, como si fueran arenas movedizas. Una vez perdida la noche de vista y a sus estrellas enfermas cayó en un túnel de tierra y barro donde las raíces se inclinaban a su paso, como haciendo reverencias. Ella se dejaba llevar por la fuerza de la gravedad, que tenía totalmente controlada en aquel sueño fantástico. Mientras caía recordaba la película y el cuento que leyó su cuerpo cuando era pequeña. Alicia en el País de las Maravillas. Pero aquí, en este túnel, no había relojes que daban la hora dos veces, tazas de té rotas, teteras humeantes, vestidos antiguos con faldas pomposas, animales adictos a las paranoias y al té, reinas dictadoras de corazones y cartas al servicio de la monarquía. Aquí solo estaba ella y el aire que no le hacía falta respirar.
Vio luz al final del túnel vertical y le cegó los ojos, sumergiéndola en una aguas subterráneas bastante frías y cristalinas. Era como nadar en una urna de cristal. Era un sueño, y como en todos los sueños puedes manejar y manipular el entorno a tu antojo, y ella quería respirar bajo el agua cristalina. Inhaló profundamente como si quisiera meterse todo aquel agua en los pulmones y después sopló con fuerza, creando una marea de burbujas que nadaban caóticas, temiendo explotar en cualquier lugar con cualquier roce. Se vio reflejada en cada una de esas burbujas que desprendían los colores del arco iris. Con el dedo índice empezó a explotar burbujas y al estar cargadas de color extendieron como si fuera humo el color por todas las aguas subterráneas cercanas, aquella imagen era preciosa.
Pero la imagen poco a poco se iba alejando, viendo en planos y secuencias cada centímetro que se alejaba. La imagen de su alma se difuminaba cuánto más se alejaba y el interior de aquel acantilado con esas aguas subterráneas de colores infinitos empezaron a tomar forma de esfera.  Empezaron a dibujarse las líneas de la estructura geométrica de su mano y aumentando la velocidad comenzaron a difuminar los detalles de su mano que sujetaba dicha esfera, que poco a poco se iba tomando la forma de una bola de cristal con la réplica de ella misma nadando en aquellas aguas coloridas. Sujetaba melancólica aquella bola de cristal mientras lloraba sangre. Dicha sangre, de un color un tanto oxidado, se deslizaba sin poder evitarlo por sus casi transparentes mejillas.
"¿Qué hice yo para no poder salir de aquella urna de cristal?" pensaba. Y al pensarlo, las gotas de sangre que se precipitaban desde sus mejillas al suelo formulaban aquella pregunta organizándose entre ellas. Después desaparecían.
El paisaje era más desolador de lo normal. Sentía en su interior una oscuridad inmensa y profunda, seguido de un sentimiento de soledad más profundo aún. Estaba en mitad de la nada, y aquella nada era de un color negro absoluto, donde tan solo la iluminaba un foco que no se sabía de donde provenía. Bajo sus pies, baldosines de color negro y blanco, como si estuviera sobre un tablero de ajedrez, siendo ella la única pieza.
Seguía sosteniendo la bola de cristal y la alzó por encima de su cabeza, haciendo un arco con el brazo. La hizo explotar y el agua se convirtió en arena que se colaba entre sus dedos y comenzaba a construir una pirámide de arena en sus pies. Después se la llevó el viento y no dejó ni un grano de arena.
"Existir o no existir, esa es la cuestión" se dijo a sí misma mientras con las dos manos empezaba a arrancarse la piel del cráneo, como si fuera el envoltorio de un caramelo. Empezó a desvestirse como si su piel fuera una vestido más que te quitas cuando terminas el día. Empezaba a tener calor, y decidió también arrancarse los músculos como si le estorbaran. Se quedó en los huesos y aún así no se sentía del todo desnuda. Se miro sus manos huesudas, donde en algunas de sus falanges colgaban trocitos de músculos de la mano. Chasqueó los dedos y una luz al fondo se encendió de inmediato, llenando su cuerpo de luces y sombras. Con su esquelético dedo dibujó en la nada oscura cinco líneas que la rodeaban y las hizo moverse por todo aquel fondo negro como si estuviera jugando con ellas al milenario juego del "Snake"
Parecían locomotoras sin dirección alguna, sin ningún pasajero al que recoger y ninguna estación en la que parar. Cada vez que alguna de esas cinco líneas la rodeaba les pegaba diferentes notas de música para que todas juntas construyeran una melodía que la tranquilizara por dentro. Mientras aquel pentagrama seguía serpenteando por la oscura nada ella se colocaba en el suelo agarrando sus huesudas rótulas con sus huesudas manos. Mientras la melodía calmaba por poco tiempo sus ansias de saber qué estaba ocurriendo en el exterior las notas brillaban cuando les tocaba el turno de cantar. Y la nada oscura poco a poco se iba aclarando, pasando por una infinita escala de grises hasta llegar a un blanco de quirófano. El blanco era tan puro que hacia daño en los ojos. El esqueleto paró en seco la melodía con un grito que no llegó más allá de los dos metros, y el pentagrama se descolgó del aire haciéndose añicos contra el suelo. Todo se quedó en silencio y decidió quedarse allí sentada en la nada blanca esperando el despertar del cuerpo.
Estaba llorando. Y cuando fue a restregarse los ojos y a secarse las lágrimas se dio cuenta de que volvía a tener músculos, piel y pelo. Que había vuelto a ser humana sin darse cuenta.
Notó que le picaba la cabeza y al rascarse sacó de allí una víbora de ojos amarillos y dientes afilados y venenosos. Le enseñaba la lengua y parecía inofensiva.
"¿Eres tú la que está intoxicando mi cerebro, la que no me deja pensar?" le preguntó a la víbora, pero no obtuvo respuesta. Dejó que aquel animal serpenteara por toda la nada blanca y cuando llegó a lo que parecía el horizonte se desvaneció como un espejismo.
Seguía allí sentada abrazando sus rodillas con la marea alta en sus ojos cristalinos y azules.
Sentía que a su libertad le quedaba poco tiempo y así sucedió. Todo empezó a temblar, como si se tratara de un terremoto, y los baldosines de un blanco esterilizado empezaron a caerse y a romperse contra el suelo, dejando ver el acantilado donde al principio estaba situada. Se reincorporó para ver el paisaje y todo estaba ardiendo, el horizonte era una mecha que se conectaba con la media luna que antes había dibujado con sus propias manos. El mar infectado de gasolina dejaba que el fuego se propagase a sus anchas por todo el paisaje, que se quemaba por las esquinas como un papel de secretos inconfesables. Los temblores continuaban hasta que el propio suelo del acantilado se partió en dos haciéndola caer a ese mar de gasolina infectado de llamas y brasas. Ella gritó cuando su cuerpo se vio esclava de la gravedad y no pudo hacer nada por controlarla, y al tocar el agua el cuerpo despertó de un susto en la cama.
El cuerpo se tocó la frente y estaba sudando y ardiendo, el contraste entre frío y calor era extremo y le hacía tiritar provocando también escalofríos continuos. Su alma lloraba por dentro al ver a través de los ojos del cuerpo un nuevo amanecer. El cuerpo, ajeno a todo esto, siguió con el susto en sus carnes y se levantó a la cocina a beber un vaso de agua y refrescarse.
"Menuda pesadilla" se dijo el cuerpo a sí mismo.
"Mi sueño es tu pesadilla" se dijo a sí misma su alma mientras lloraba. "Otro día más, encerrada en esta cárcel sin poder salir, añorando el día de mi liberación"
El cuerpo continuó con la rutina de vestirse, alimentarse, acicalarse para enfrentarse al mundo que le esperaba nada más salir por la puerta de su casa. Una parte de su mente no recordaba cómo había sido del todo aquella pesadilla pero cada minuto que corría le inundaba la sensación de un sentimiento de pena y desolación, mezclada con unos gramos de soledad, que no le dejaban pensar en otra cosa que no fuera en la muerte.