Parpadeos fugaces

domingo, 27 de enero de 2013

Soldadito de pixeles.

Esto es la historia de un pobre diablo que nació en el momento menos oportuno, en el sitio menos indicado, en la cabeza más retorcida del planeta. El pobre diablo nació adulto, no tuvo madre ni padre, está solo. No tuvo infancia ni adolescencia, solo conoce la guerra. 
Nació hombre y soldado, casi en un suspiro ya estaba vestido de soldado raso. Armado hasta los dientes. Él no conocía la amistad, ni la paz, solo reconocía el honor y la lealtad, el fuerte impulso de ser un héroe de guerra. 
¿Su nombre? Olvidado por el camino. Nunca tuvo un nombre real, siempre cambia dependiendo de adonde tenga que ir. 
El pobre Diablo nació con una maldición adictiva, un trabajo infinito, la eterna guerra entre el odio de las personas. 
La llamada del jugador sonaba en sus adentros como la alarma de un móvil, su cuerpo vibraba y de vez en cuando le daba un par de calambrazos. Enseguida, el pobre diablo, cargaba su metralla y corría hasta el lugar de encuentro. Una vez allí, entraba en una especie de menú virtual donde podía cambiar su estado de salud, el número de armas, vestimenta y el lugar del conflicto, manualmente. 
Después se metía en una especie de tubo de cristal, que lo transportaba directamente y casi en un segundo, al lugar de partida. 
Su voluntad se bloquea, y el jugador manipula al pobre diablo como si de una marioneta se tratara. Con un mando a distancia de más de cuatro botones el jugador manipula a sus anchas a nuestro protagonista, que no puede hacer otra cosa más que disparar y matar. 
Pero eso no es todo. La mente retorcida de aquel creador, quiso que el juego fuese casi eterno, así que se le ocurrió la genial idea de resucitar al personajes segundos después de haber muerto, y que tan fresco volviese a matar y a morir innumerables veces. 
Imaginen cuanto tiempo han estado ustedes jugando al Call of Duty. 
El protagonista de esta historia es un soldado más de aquel juego infernal. Aunque en mi opinión, me encanta.
Este pobre diablo, después de un duro día, está agotado y se va a su casa. Ha dejado de jugar, está en game over. 
Llega a su casa y su humor no es muy gentil, amable y simpático. Su mujer, sentada en el sofá con una manta por encima observa como su marido, destrozado a balazos y resurrecciones, entra por la puerta. Ella tan preocupada como siempre, comienza a sentir los ojos húmedos. Se levanta del sofá quitándose la manta de encima y se aproxima a su marido, que está poniéndose hielo en las magulladuras de la cara. 
Nuestro pobre diablo ha optado por coger toda la bolsa de hielos y poner la cara encima de ésta. La mujer, muy suavemente cogió un par de hielos, envolviéndolos en paños de cocina y poniéndoselos a su marido en las diferentes magulladuras cada cierto tiempo. 
El silencio inundaba la cocina. Era la misma escena de todas las noches, las mismas miradas, los mismos gestos de preocupación y agotamiento, el mismo proceso de curación. 
La mujer se decidió a hablar: 
-Esto no puede seguir así, mírate la cara, te han vuelto a machacar. 
Pero el pobre diablo no decía nada. No era capaz de contestar. La lengua, inerte en estos momentos no podía transmitir lo que la cabeza quería decir. 
El silencio volvía a arropar a la pareja. 
-Cada día estás peor, déjalo por favor.- Suplicaba la mujer.
-¿Y qué quieres que haga? He nacido así. 
La mujer se dio la vuelta dando la espalda a su marido, se tapó la boca para intentar no llorar. 
Un par de lágrimas esquiaron por sus mejillas, estrellándose contra la palma de su mano. 
-Cada día estás más cambiado, te encuentro antipático, lejano, frío. No eres el mismo.- consiguió decir la mujer aguantando el vendaval. 
-Solo me quiero morir.-dijo el marido mirando fijamente al suelo. La mujer se giró sorprendida hacia su marido. Dio un par de pasos hacia él. 
-¡No puedes morir!-gritó la mujer agitando los brazos violentamente. 

Y era cierto. Nuestro pobre diablo no podía morir de ninguna manera. Su vida era una infinita rutina en la que la vida y la muerte no valían nada, simplemente este hombre no tenía alma, la muerte había hecho tantos amagos de llevárselo que sus sentimientos son pasto de las llamas del infierno. Atrapado en el tiempo, como si fuera inmortal, deberá vagar por todos los escenarios y matar a todo enemigo hasta el fin de sus días. O hasta que el disco de dicho juego, deje de funcionar. 
Cogerá una y mil veces su chaleco antibalas y se lo ajustará, empuñará el arma con firmeza y nunca se rendirá. Equipado con granadas, podrá lanzar por los aires a sus enemigos, masacrar sus cuerpos una vez estén en el suelo. No le temblará el pulso al recibir un aviso de ayuda de un compañero, irá corriendo y sin descanso, matando a todo aquel que se interponga en su camino. 
Así es la vida de nuestro pobre diablo. Idéntica a la de otros muchos pobres soldados que les ha tocado vivir en un mundo virtual, y para la ceguera de sus ojos, irreal. 
Que algún día aquel soldado tenga la paz. 

lunes, 21 de enero de 2013

Aficiones

Tan normales como extravagantes, esas aficiones que forjan tu alma dejando ver al mundo quién eres y qué haces aquí para entretenerte, para sobrevivir.
Yo, como humana, también tengo aficiones y algunas son tan normales como bailar con la música que te gusta. Aunque no me guste bailar.
Aficiones o incluso obsesiones como esnifar el olor que desprende la gasolinera cuando paras a echar gasolina, la satisfacción y tranquilidad que te da ese aroma de hierba mojada, justo cuando acaba de dejar de llover, está allí, y ese olor sube desde el barro hasta los tallos y de allí a nuestra memoria.
Aficiones o simples posturas como sentarse en una silla de mil formas posibles y que cada cierto tiempo tienes que cambiar porque empiezan a ser molestas. Sentarme en cualquier mesa, a escuchar. Sentarme en el suelo y estudiar en el suelo, simplemente sentarme es otra de mis obsesiones más comunes.
Respecto a la obsesión o afición de los olores, también soy aficionada a los olores que me recuerdan algún suceso, la colonia de alguien, el champú del pelo, cualquier olor que traiga bajo el brazo un recuerdo.
Otra afición común es la de ponerme los calcetines uno de cada color. Hace ya mucho tiempo que lo hago y ya sin darme cuenta. No siento nada si me pongo los calcetines iguales, los veo extraños, tan uniformes.
Otra de mis aficiones más comunes es comer. Sí, la comida es la mitad de mi vida y sin ella no podría vivir, claramente. Como un heroinomano sin su chute. Básicamente.
Otra de mis aficiones más comunes es la de ir a todos lados en pijama. Si pudiera, iría a la piscina en pijama, me ducharía en pijama, me tatuaría mi propio pijama. Esta es muy común también.
Mis otras aficiones se resumen en escribir todo lo que me imprima la mente, procesar recuerdos y exportarlos, definir las cosas de una forma grotesca para eliminar su aspecto más grotesco aún. Me gusta estampar con fuerza las ideas sobre el papel, manipular personajes, torturar sus vidas y ser la única que puede decidir su destino, "Retorcido ¿Verdad?" Dirán algunos.
  Me gusta cuando el viento aporrea con fuerza las ventanas dejando una sinfonía de percusión y de viento. A veces cuando eres pequeño esta afición está todavía en su fase de miedo, y rápidamente te escondes bajo la sábana.
Me gusta crear la perfección entre líneas, dedicarte algún párrafo y huir sin dejar rastro. Dedicar una canción asquerosa cantando casi a pulmón.
Hablando de cantar, otra de mis aficiones más comunes es la de cantar, canto en la ducha, en el parque, en la cocina, en clase, en todas partes. Di una palabra que pueda relacionar con una canción y la cantaré. Soy como el spotify, te busco una canción, play y a cantar. Pero lo que más me gusta cantar es flamenco y ópera. Bueno, imitar a Shakira también me gusta mucho.
Otra de mis aficiones más comunes es comer dulce. Me encantan los caramelos, las golosinas, el chocolate, adoro el azúcar. Si pudiera montar un altar con una montaña enorme de azúcar como Homer Simpson lo haría encantada, y todos los días rezaría y me echaría en el café cuatro cucharadas de azúcar.

Son tantas las aficiones que puede uno llegar a desarrollar en la vida que no cabrían todas juntas en este espacioso blog. Cada uno tienes sus gustos, sus colores preferidos y sus antojos en la madrugada.

Hoy tengo antojo ronronear.

jueves, 3 de enero de 2013

Incómodo

Sí, aquel momento incómodo, embarazoso, ese momento en que quieras que Madre Tierra arrastre tus pies hasta el fondo de la tierra. Situaciones vergonzosas, silencios incómodos. Pero no tienen porque ser situaciones con aspecto negativo, un ejemplo claro, cuando tu novio te pilla poniéndole los cuernos, ¿Demasiado incómodo? 
Me refiero a esa clase de situaciones, en las que por más que piensas en algún tema de conversación, algo gracioso, o algo importante que quieras decir no se te ocurre nada. 
Una mezcla entre timidez nata, vergüenza y una pizca de miedo, y todo eso se cuece a fuego lento y se convierte en una bomba de relojería, rellena con kilos y kilos de cobardía. 
Y como unas espadas afiladas ese vacío de una personalidad extrovertida y social, ese cúmulo de timidez, corta las conversaciones de raíz. Dejando la muerte de la comunicación en un simple silencio que vaga en el aire. Se desvanece como el humo. 

A estas situaciones, la solución suele ser un consejo útil pero solo para personas valientes y decididas. 
Romper el hielo.
Por que romper el hielo no es coger un pico y empezar a machacar el Polo Norte. Es desprenderse de aquellos miedos, dudas, y timidez y dejar paso a la siguiente actuación: la curiosidad. 
Una vez hubo un hombre que dedicó toda su vida a romper el hielo entre personas. Al principio solo era con amigos, personas que se amaban pero no llegaban a decírselo mutuamente, personas que se acaban de conocer y no saben qué decir. Él se convierte en su inspiración, en su empujón al abismo de "Lo que puede llegar a pasar." Finalmente se convirtió en un servicio gratuito que ayudaba a las personas más tímidas a mejorar en el ámbito de la comunicación. 

Y si esto fuese de verdad, a algunos nos sería muy útil, ¿Verdad?