Parpadeos fugaces

martes, 15 de octubre de 2013

El punto débil de los mortales

Llegan algunos momentos de reflexión en mi vida, cuando pienso profundamente en temas descabellados, situaciones imaginarias, cualquier situación que un médico o un psiquiatra declararía como alguien que sufre esquizofrenia o alguna enfermedad grave de la cabeza.
Al principio de dicha reflexión, pienso en toda la gente que estuvo o está en mi vida, porque la que vendrá, pues sin prisa la espero, distraída. 

La pregunta que se convierte en el pistoletazo de salida de dicha reflexión se forjó a partir de una micro obsesión que tengo, o de un gran final que tendremos todos, la muerte. 
Porque, hay muchas películas y series de fantasmas que se comunican con los vivos y van a sus propios entierros, pero ese sentimiento de impotencia al ver tu cuerpo frío e inerte es totalmente artificial. 
¿Qué se sentiría realmente al estar en tu propio funeral, junto a tus seres queridos quebrando violentamente el silencio con sus llantos mientras observas desconcertado tu cuerpo sin vida dentro de una caja decorada con flores? 
A parte de que tu corazón, ya muerto, se partiría al escuchar a los de tu propia sangre llorar sin consuelo alguno, ¿se sentiría algo más? 
¿Impotencia al intentar comunicarte y no poder? 
O tristemente, ¿no pasaría nada? No hay fantasmas ni espíritus malignos, ni alma, ni esencia, solo un cuerpo que se pudre con el tiempo y el eterno recuerdo dentro de todos los humanos que han pasado por tu vida, y que un día, también acabarán bajo tierra pudriéndose. 

Imaginaos si de verdad te conviertes en fantasma y vagas por la tierra a tus anchas, no hay material que pueda pararte y atravesaras cualquier obstáculo que se interponga en tu camino más fácilmente que abrir y cerrar los ojos. 

¿Quién acudirá a mi entierro? 

Toda mi familia, y espero que sin sorpresas, llorarían mi muerte como yo lloraría por la suya. 
Cuando el dolor de alguien se finaliza a través de la muerte, comienza el dolor de los de su alrededor.
Los amigos más cercanos, como se suele decir, uña y carne, se quedarían sin padrastros que arrancar o uñas que morder; tardes en el parque que pueden convertirse en una rutina agradable, el simple echo de vernos las caras y mantener una conversación o un prolongado silencio cómodo, que con otras personas de menos confianza puede llegar a ser incómodo. 

La ausencia de mi cuerpo terrenal les asfixia, agobia y entristece. 
¿Y los que no irán a mi entierro pero saben que he muerto? 
¿No van por respeto, porque no tienen cojones, o porque no me conocían lo suficiente? 

Y la eterna tortura de las preguntas de última hora que hacen arrepentirte de todo o casi todo. 
"¿Porque no quedé con ella ese día? ¿Porque no la llamé?" 
Se atraganta esas acciones que un día pudiste hacer, pero que por alguna razón que se escapa a mi conocimiento no hiciste. Pues ya es tarde. 

Pero supongo que tendré que esperar a las lágrimas, a que se rompan los corazones cuando se pare el mío. Tendré que esperar angustiada esa llamada que nunca tendrá lugar, que después traerá con ella el arrepentimiento. 

Esperaré distraída a la muerte, como todos los días, sin darme cuenta, sobreviviendo.