Parpadeos fugaces

miércoles, 22 de enero de 2014

Atropellando a la espera, se desangró el tiempo.

El cielo estaba dividido según el número de rayos de luz que escupía el Sol. Las nubes, caprichosas, interrumpían las divisiones con sus cuerpos amorfos y gaseosos.
Un coche, o una máquina de hierro que se quejaba en cada metro que avanzaba, seguía por una carretera con un curioso destino. Sus ojos.

Aquellos ojos que en cualquier parpadeo podían causar un accidente. Infinitas rotondas rellenas de color verde hierba con la perdición justo en el medio. Poco a poco fue conociendo los atajos que le hacían reír, aproximándose a gran velocidad a su sonrisa.

Embobado, se quedaba allí quieto esperando a que por fin el semáforo diera luz verde.
Los segundos pasaban lentos mientras la esfera roja seguía inmóvil.
Los dedos golpean con ritmo el volante y los pies se unen a la melodía de percusión rozando los pedales. Aparece un espectro impaciente que se pregunta continuamente: "¿Cuándo arrancaré?" 
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Quería llegar ya al horizonte, enredarse en el infinito, fusionarse con la piel que para él, estaba en el menú de su día a día. Los nervios empezaban a quemar su paciencia y el olor a chamusquina le empezaba a cabrear.

No había más solución que la que la situación dejaba caer, ¿quién estaría mirando si se salta las reglas? ¿quién iba a juzgarle y a hacerle parar?
¿Acaso importaba lo que la gente pensara?

Se lleva por delante el semáforo rojo, los cuchicheos de las malas lenguas, dejando atrás todo lo sufrido, que se ahoga poco a poco en el olvido.

Déjame verte.

Los kilómetros transformados en metros y las horas convertidas en segundos. Estoy llegando, espérame.

Espérame risueña en tu colchón de hogueras, con la piel desnuda y las ojeras puestas. Tú mírame, profunda y verdadera, que ya sabré interpretar tus señas, tus palabras, tus gemidos.

Espérame descalza, entre sábanas.
Sin miedo y con rabia, con la mente lúcida, con las manos dispuestas para la paz y la guerra.

Espérame tranquila, silbando en lo alto del tejado, que yo te veré amanecer, pequeña y brillante, estrella de mis noches, despertador de mis días.

Espérame, dame un segundo y llego, nervioso e impaciente, tembloroso e inquieto, sonriendo.
Espérame sentada con las manos calientes de agarrar la taza del café.

Espérame y cuando dejemos de esperar, mírame como tus ojos me miran siempre, aunque me arriesgue a perder el alma; la poca que me queda.




miércoles, 8 de enero de 2014

En zonas llanas

Se escondía en los versos de la música de los torturados. 
Torturados porque ya no podían aguantar más, porque a pesar de que sus injusticias se podían hasta oler la gente siguió con su ceguera.
Ceguera que nos llevaría a todos al desastre.
Desastre inestable que me llevaría a una profunda curiosidad. 
Curiosidad que empezaron a sentir mis adentros, ¿porqué se esconde en la música de los torturados? ¿Y porqué me escondo yo también? La poesía había creado un lazo extraño que no nos podía separar.
¿Separar? Hablemos de antónimos, de todo lo contrario a lo que había visto antes, de un color nuevo en su paleta de madera, en su cielo negro, allí estaba, una especie de estrella.
Estrella brillante que iluminaba todo el cielo, la sentía tan cerca y en realidad estaba tan lejos. 
Lejos de la tempestad de las máquinas de humo cancerígeno, lejos de los cielos deslumbrados, lejos de las torres de cristal que llegaban al cielo, lejos del cemento, del hormigón, del plástico que recubría la mayoría de las caras humanas, lejos del estrés, del ruido.
Ruido que molestaba a mis oídos, mi cerebro no podía pensar, dame paz.
Paz en la yema de sus dedos al acariciar cada recoveco de mi cuerpo, manos que se enredan en la kilométrica cabellera, que se funden en la humedad del ambiente, que se buscan.
Buscan inquietos sus puntos débiles, lamiendo impacientes cada una de sus heridas, clavándose las miradas mientras el silencio grita.
Grita de placer entre movimientos agitados de sábanas y corrientes de aire, músculos que se tensan, cuerpos que chocan, piropos que se susurran, deseos que se golpean.
Golpean las gotas de lluvia en la ventana envidiando la escena.
Escena oculta detrás del telón tras apagar las luces, entre caricias, se enciende el fuego.
Fuego que se propaga rápidamente por los poros de la piel haciéndoles sudar, y aquel calor preso de la habitación se impregna en las paredes haciéndolas temblar.
Tiemblan sus miedos cuando impacientes, sus bocas se besan.
Besan y desgastan sus labios mientras afilan los dientes, sigue empujando el barco y llevando su rumbo a una espiral de orgasmos.
Orgasmos que se hacen esperar pero que viajan a 100 km/hora expandiéndose por todos sus cuerpos.
Cuerpos adictos al contacto de la electricidad que desprenden, que se agarran fuertemente, que no se quieren despegar, que la guerra sin tregua entre ellos quieren provocar.
Provocar entre gemidos el nivel máximo de placer al rozar sus labios mientras el deseo de lucha crece en sus lenguas.
Lenguas que descienden por sus cuellos poniendo a la piel en guardia y a la lujuria otra vez en marcha. Aquí viene otra ola de placer.
Placer que lo arrasa todo cuando llega al final como un tsunami y se lleva incluso nuestras fuerzas.
Fuerzas militares que en nuestras guerras se dan una tregua.
Tregua entre sonrisas y mordiscos. 
Mordiscos en los labios.