Parpadeos fugaces

martes, 14 de abril de 2015

Ahora

“Ahora te daría un beso” Pensó.

Ni siquiera sabía lo que significaba esa frase una vez lanzada a la realidad. Quizás lo dijo aposta, pretendía hacer temblar de nuevo sus cimientos, quizás, en otro lugar de su mente estaba ese beso que quería darle luchando por desencadenarse de una distancia que ahoga y que oprime la comisura de nuestros labios.
Lo pensaría sin querer, sin darse cuenta de que el silencio que vendría después le explicaría crudamente porque no puede ser.
Las miradas al fondo de la habitación eran constantes. Mires donde mires, está allí.
Ese beso que te daría junto con tu recuerdo, saludándome entre la niebla, el tacto de tu camiseta y tu piel escapándose entre mis dedos, el tono de tu voz que se evapora por mis tímpanos.
Allí están, tumbados al sol en aquel prado, en mi cama, en la piel que hoy llevo puesta.

“Ahora te daría tantos besos” Pensó de nuevo.

Y quiso hacerse daño tocando de nuevo el filo del cristal roto cortándose con la realidad. ¿Esto es lo que nos hiere y nos hace más fuertes?  Esta sangre que brota de mis dedos no es realmente lo que nos duele.

Nos duele el alma por dentro, de agarrarnos con fuerza para que no nos lleve el viento ni el olvido, para que no nos arrastre al infierno la indiferencia, me agarro a ti como si pudiera retenerte contra mi piel ajenos al tiempo, como si la ropa no fuese a desquebrajarse andados unos centímetros. 
Y mientras mastico las sobras del último beso que nos dimos mis dedos acarician mis labios, pensativos, obsesionados con la idea de tocarte  el rostro y el pelo, de caminar por tus brazos y acariciarte el cuello.
Obsesionados con la idea de erizarte el corazón y hacerlo mío, de tocar en tu espalda alguna melodía inventada con notas musicales que ni siquiera existen mientras respiras.
Forcejean, mis ojos y tus besos, forcejean para ver quien deshace más al otro, quién se consume antes, quién es capaz de aguantar más aferrados a nuestras pieles.

¿Quién aguanta más cuando nos separan de cuajo?

Qué necesidad había de recordarse cuánto tiempo iba a pasar, cuantas noches no sentirías mis pies fríos y cuantas mañanas no harías de despertador. Ni siquiera era necesario decir cuántas migas de pan dejaría por el camino por si algún día, en el que me echaras de menos, siguieras su rumbo hacia mí.
Sabíamos que en cada segundo harían falta cinco minutos más para seguir agarrados, convencida de que seguiría viéndote sonreír por el retrovisor del coche al irte, de que yo estaría durmiendo enterrada en tus sábanas cuando vinieras de trabajar, de que el café seguiría siendo la excusa de las cuatro de la tarde.

Y cuando se parte el alma y el corazón se nos estira intentando retener la partida, se colocan en fila uno por uno lo besos que debí darte. Y en el reflejo de la ventana, viendo de fondo el paisaje quedarse donde siempre estuvo, allí están de nuevo.
Y nada más llegar la vida seguía siendo un puto infierno, con las nubes colgando y el asfalto ardiendo. Corre el aire pútrido de los cadáveres que deambulan por las aceras, y yo guardo con mimo en un frasco de tu olor a primavera.

“Ahora te daría un beso” Pensó mientras cerraba los ojos


“Aún tengo tu olor en mi ropa”