“Ahora te daría un beso” Pensó.
Ni siquiera sabía lo que significaba esa frase una vez
lanzada a la realidad. Quizás lo dijo aposta, pretendía hacer temblar de nuevo
sus cimientos, quizás, en otro lugar de su mente estaba ese beso que quería
darle luchando por desencadenarse de una distancia que ahoga y que oprime la
comisura de nuestros labios.
Lo pensaría sin querer, sin darse cuenta de que el silencio
que vendría después le explicaría crudamente porque no puede ser.
Las miradas al fondo de la habitación eran constantes. Mires donde mires, está allí.
Ese beso que te daría junto con tu recuerdo, saludándome
entre la niebla, el tacto de tu camiseta y tu piel escapándose entre mis dedos,
el tono de tu voz que se evapora por mis tímpanos.
Allí están, tumbados al sol en aquel prado, en mi cama, en
la piel que hoy llevo puesta.
“Ahora te daría tantos besos” Pensó de nuevo.
Y quiso hacerse daño tocando de nuevo el filo del cristal
roto cortándose con la realidad. ¿Esto es lo que nos hiere y nos hace más
fuertes? Esta sangre que brota de mis
dedos no es realmente lo que nos duele.
Nos duele el alma por dentro, de agarrarnos con fuerza para
que no nos lleve el viento ni el olvido, para que no nos arrastre al infierno
la indiferencia, me agarro a ti como si pudiera retenerte contra mi piel ajenos
al tiempo, como si la ropa no fuese a desquebrajarse andados unos
centímetros.
Y mientras mastico las sobras del último beso que nos dimos
mis dedos acarician mis labios, pensativos, obsesionados con la idea de tocarte
el rostro y el pelo, de caminar por tus
brazos y acariciarte el cuello.
Obsesionados con la idea de erizarte el corazón y hacerlo
mío, de tocar en tu espalda alguna melodía inventada con notas musicales que ni
siquiera existen mientras respiras.
Forcejean, mis ojos y tus besos, forcejean para ver quien
deshace más al otro, quién se consume antes, quién es capaz de aguantar más
aferrados a nuestras pieles.
¿Quién aguanta más cuando nos separan de cuajo?
Qué necesidad había de recordarse cuánto tiempo iba a pasar,
cuantas noches no sentirías mis pies fríos y cuantas mañanas no harías de
despertador. Ni siquiera era necesario decir cuántas migas de pan dejaría por
el camino por si algún día, en el que me echaras de menos, siguieras su rumbo
hacia mí.
Sabíamos que en cada segundo harían falta cinco minutos más
para seguir agarrados, convencida de que seguiría viéndote sonreír por el
retrovisor del coche al irte, de que yo estaría durmiendo enterrada en tus
sábanas cuando vinieras de trabajar, de que el café seguiría siendo la excusa
de las cuatro de la tarde.
Y cuando se parte el alma y el corazón se nos estira
intentando retener la partida, se colocan en fila uno por uno lo besos que debí
darte. Y en el reflejo de la ventana, viendo de fondo el paisaje quedarse donde
siempre estuvo, allí están de nuevo.
Y nada más llegar la vida seguía siendo un puto infierno,
con las nubes colgando y el asfalto ardiendo. Corre el aire pútrido de los
cadáveres que deambulan por las aceras, y yo guardo con mimo en un frasco de tu
olor a primavera.
“Ahora te daría un beso” Pensó mientras cerraba los ojos
“Aún tengo tu olor en mi ropa”