Parpadeos fugaces

miércoles, 23 de abril de 2014

El banquete de los nostalgicos, cenando recuerdos para no morir de hambre.

Aquel hambre era infinito.
 Rascando cada segundo, como cuando mojas el pan en la salsa del plato, el último, Señor Tiempo, el último y me voy.
Mírame, ¿te quieres ir? Señor Tiempo no sea cruel, no tengas prisa, siempre la has tenido, párate a mirar.

Siento la transformación.
Como se desprende de mi cuerpo el medio litro que me quedaba de cordura. Aquí dentro están cenando corazón.
Miradas sencillas, sinceras, profundas, miradas auténticas.
La mirada fija en nuestras vidas perdidas.
Una espiral que aprieta nuestros cuerpos.
El rocío y la escarcha en los pies descalzos.
La humareda que se impregna en los cristales expulsados directamente de nuestros pulmones, con nuestras respiraciones persiguiéndose, pisándose los talones. Las manos se buscan, se encuentran, se acarician.
Un beso en el cuello.

Quiero besarte cada color que tiñe tu piel, desde el rosa tímido de tus mejillas al morado risueño de tus ojeras, pasando por el blanco pálido de tus manos hasta el rojo ardiente de tus labios.
Te acaricia con sus plumas mientras vuelas, no te deja aterrizar; más alto, más alto, más alto...


Y luego nada.
Miradas tristes en el reflejo de la ventana.
Las nubes acompañan el entierro de sus ilusiones.
Cabezas bajas, cansancio, el volumen de los latidos disminuye, se acabó la fiesta. Con la fiesta a otro parque, otro parque lejos del cielo.
Canciones tristes en la radio cuando vuelves.
Dime, doctor Diablo, ¿es capaz el corazón de  estirarse lo suficiente para que lo puedan tocar desde el otro lado?
No me siento la sangre, ni la vida.
No me siento la piel sino la tocan con suavidad.
Supongo que alguien querrá que resista, aunque esté rota.

Las canciones se burlan de mí y bailan alegres en mis oídos tristes que guardan el eco de tu voz.
Acaríciame otra vez por favor.
Me quema el aire.

Volviendo a la ciudad de los parásitos con la carne muerta y sin corazón. Buscando un hueco donde anclar tu vida anónima a un futuro esclavizado por un trozo de papel. Perder el tiempo en recorridos que transitarás en tu efímera juventud.
La epidemia de las caras tristes. Y el tiempo, ahora sí, parece que se ha parado.
Los pulmones enfermos de inhalar el humo tóxico  que desprende la nostalgia en cada suspiro.
Buenas noches murciélagos, seguís aquí.

Un campo de minas, así es tu cuerpo.
Granadas tus ojos que cojo con mis manos.
Un paso atrás, un kilómetro más, la anilla se arranca y me estallan en las manos.
Sangro. Escribo y sangro.
La carnicería provocada por una despedida involuntaria llama la atención de los carroñeros. Como la sangre atrae al tiburón me sumerjo en las profundidades del océano sin soltar el aire.

Barrotes.
Invisibles.
Indestructibles.
Somos presos de la tierra en la que nacemos, del lugar donde crecimos.
Capuchas negras en honor a un corazón perdido que desesperado, saltó del coche y se estrelló contra el asfalto. Vuelve a casa, después te seguiré.

Y en Castilla se quedó, varado en las costas infinitas de aquellos ojos tan cristalinos.
Allí se quedó, triste y abandonado, entre la primavera que crecía de su estómago.