Parpadeos fugaces

martes, 3 de noviembre de 2015

Marimandona por el balcón.

En la medida de lo posible, apóyate en la muerte para que te entienda, sin tocarla para que no te arrastre con ella, sin dedicarle una sonrisa para que no te la arranque, y si puedes, no la mires o te robará el brillo de los ojos.
A dos centímetros de tus rodillas pasan los coches a 60 km/hora y el viento que te sacude nada más pasar, bajan aún más la temperatura de tu nariz.

Déjate llevar por el vino que recorre tu garganta dejando tus labios morados, simula en tus ojos la lágrima que se desliza sin prisa por la copa, únete a no sentir nada cuando te dicen que aprecies el olor.
Toma estos consejos y lanzaselos a alguien a la cara o agarra esa silla incómoda y rompe los cristales de algún sitio que te agobie, que se entere todo el mundo que estás asustado, que tu vida ya no puede apoyarse en ella misma y que tus manos ya no aguantan más. Estás tan harto que ni siquiera quieres quejarte y contárselo a todo el mundo, que no se enteren, que sino tienes que volverlo a contar.

Empuja a esa maldita vieja que te mira de arriba abajo y escúpele en la cara y en su abrigo de piel y después huye de los prejuicios de la gente que no quiere escuchar ni mirar, ni buscar la verdad, ni entender, solo idiotizar al prójimo.

Vuelve a coger todas estas palabras y tíralas por el balcón, junto con tu pijama y tus ojeras, y después, cuando estén desangrándose en el patio de tu minúsculo bloque de pisos, les gritas que quién es más perezoso ahora, que quién les va a sacar de la cama ahora, que quién cojones va a querer a un pijama roto y a una vida sin futuro.

Coge todas las patadas que te han dado en la vida y transfórmalas en una especie de venganza que pagarás, con toda seguridad, con alguien que no tiene nada que ver. Seguramente estés convencido de que se sabe de pé a pá todas las anécdotas de tu vida, que no le costará tragar minutos y minutos de trocitos de tu historia, que no sabrá ni la mitad de lo que cuentas y de que te guardas para momentos especiales detalles que probablemente importen una mierda en ese momento.

No le preguntes a nadie qué cojones significa todo esto, tíralo por la ventana, tíralo todo.

Coge tu graduado y fumatelo con tu abuela sentadas en el banco, total, no se va a enterar. Coge el móvil y exterminalo contra alguna sede bancaria, que no te vuelvan a llamar más.

La ropa distrae si está puesta, molesta si ocupa más del 80% de tu habitación y crea una necesidad innecesaria si no la tienes. Quémala.
Volvería a coger todas estas palabras, y ala, todas por el balcón, que se ensucie la ciudad con la rabia que desprende el olor de mis zapatillas, huelen mal, quémalas también.

Sé quién no eres, por favor, es un placer. Que te den un oscar. Que te den un puto oscar.
Sé alguien que pensaste que eras y que en realidad solo tu mejor amigo conoce. Sé alguien, pero ten cuidado de serlo demasiado, sino irás por el balcón, como todo lo demás.
Sé rubia, sexy y tonta, o sé rubia y lista y que todo el mundo haga chistes ofensivos. Tírales un frasco de ácido a la cara mientras les cuentas por orden quiénes fueron los presidentes de la I República y cuánto tiempo tardaron todos en irse al maldito infierno.

Que te den otro puto oscar.

Mezcla el magenta con el azul y píntale a un sueño las alas moradas, que tarde o temprano se verán los dos colores que utilizaste y cuando lo descubran te llamarán tramposo. "No es morado puro, no eres digno"
Coge sus paletas y estrellaselas contra sus paletos y después tíralos por el balcón.

Y cuando estés agotado de lanzar maldiciones y gritos de angustia por el balcón, échate a llorar, que sabemos que no puedes más, apóyate en la muerte, que te abrace y te acaricie, que te entienda, que te diga, con sus cuerdas vocales inexistentes, que dejes de mendigar paz. Esa paz que te falta en la cabeza cuando todo está en llamas, una paz enterrada viva en lo más profundo de tus entrañas.

Que te escuche todo el mundo decirles a la espalda lo feo que tienen el cogote, y que se giren indignados para recibir un tortazo de una de tus manos cansadas y frustradas. Que se enteren de qué color son los tortazos, que no se mezclan como el morado.

¡Dios, tíralo todo por el puto balcón!

Llevo horas escuchando a Amy Winehouse y continuamente se lanza a sí misma, por el balcón de sus narices, miles de gramos de cocaína y jazz, soul puro sin mezclar, tristeza intacta digna de un romántico del siglo XVIII. Coge la cocaína de Amy Winehouse y échala en la tarta de cumpleaños de tu sobrino de 5 años. Total, por algo tiene que empezar.

Yo es que lo tiraba todo, y volvería abajo a por las cosas que he tirado solo para volverlas a lanzar. Y que salpique, como lo hace la lluvia en un paraguas, y qué pasa sino me gustan tus zapatillas de zorro muerto y tu moreno cancerígeno.

Intenta coger toda esta mierda, como toda la ropa sucia acumulada en tu habitación, métela en la lavadora, y tírala por el balcón.
Y échate a llorar.
 Escuchando como se desquebraja su interior, como se rompe el tuyo.
Sécate las lágrimas o disimulalas, que no te den un oscar. Que no te den un puto oscar.

Escucha como te llama mientras lloras, allí abajo, agonizando, sigue llorando en silencio y después piensa si quieres volverlo a lanzar.
Que no se entere nadie que te has vuelto loca, que no encuentras la razón de llegar a un extremo y poder aguantar. Que no se entere nadie de cual es la contraseña de tu paciencia. Que no se enteren porque sino preguntaran y preguntaran y preguntaran y preguntaran como si quisieran saber y después cruzaran la esquina y se olvidarán, porque no quieren escuchar pero disimulan muy bien, y después harán trampas para llevarse el oscar.
 Y tú harto de pensar y de no proclamar, piensas en todas las tildes que no has puesto. Un minuto de silencio.

Y cuando después de tres milenios, te das cuenta de que estás hablando solo, decides no contestar. Porque la saliva se ha resecado y de tu garganta cuelga un par de anginas bien sangrantes, no apetece conversar más. Siguen los coches pasando.

Estamos metiendo la cuchara en la herida, como si de un helado se tratase, haciéndonos los sordos, protegiendo algo que creemos nuestro, pisándonos  y maldiciéndonos. Y de repente suena el claxon, un toque de calma, un par de llaves inglesas para arreglar y mucho celofán.

Coges el reloj de pulsera que anteriormente has estrellado contra la pared y activas el cronómetro, pensemos cuanto tiempo tardamos en tirarnos el oscar que nos han dado a la cabeza.

Respira.

Coges el rencor y lo tiras por el balcón.

miércoles, 16 de septiembre de 2015

Los signos de aire también lloran.

Es verdad, los días de mierda son auténticos días de mierda. Una tubería atascada por kilos y kilos de mierda que vas tragando y al final se te atraganta.
Es verdad, los días de auténtica mierda se propagan por tu cerebro, sumergido entre litros de más mierda, ahogándole en un bucle de pensamientos de mierda y más mierda.
Tan fácilmente como los segundos crecen convirtiéndose en minutos, los días de auténtica mierda pueden llegar a crecer hasta semanas, meses, años, milenios.
Porque la mierda que desprenden esos días, es una especie de olor a malestar mental, de ojeras que gritan ¡Duérmete!  De la mismísima depresión durmiendo al otro lado de tu cama, quitándote la manta y las obligadas ganas de dormir.
Muchas veces hemos sentido que encajábamos en la letra de una canción como si de un guante se tratara, y en ese pequeño instante de paz, todo se disipa y tu cerebro se relaja balanceándose en las líneas del pentagrama.
Aquel piano sonaba fantástico, pero al terminar la soledad volvía a reinar.
Allí estábamos los dos, aquel gigantesco día de auténtica mierda y yo, mirándonos fijamente en el espejo.
Quizás esta etapa la ha experimentado toda la humanidad, quizás algunos todavía la tienen que experimentar y otros, como yo, estarán pasando por ella ¿Por qué sino encajo tan bien en esa canción?
La vida, es verdad, se balancea y se retuerce por los renglones de nuestras emociones rasgando cada milímetro de nuestra piel haciéndonos temblar. Quizás no, quizás la vida no signifique nada importante, nada que haya que describir con los peores recuerdos y los mejores momentos.
Yo solo sé que estoy frente al espejo pensando en nada, mirando mi cara, seria, sin nada que decir.
Había muchas veces que pensaba en un vaso roto.
La historia del vaso roto encajaba a la perfección en su cuerpo, era imposible quitarse de la cabeza el sonido de cada pedazo de cristal estrellándose contra el suelo.
“Si el vaso ya está roto, un lo siento no puede volver a construirlo”

Llega la tarde y pasan tres días, en el calendario no se divisa ningún cambio  de parte de los sábados y en el cielo las nubes tapan el calor y la luz.
Todo sigue igual, la misma decepción, los mismos sonidos al arrastrar los pies, la misma sensación de estar adentrándote aún más en toda la mierda que acumulaste ayer.
Había días que hablabas con la muerte a oscuras y susurrando en sueños donde la única salida estaba colocada en tu garganta ¿Debía tragarme a mí misma? ¿Es una metáfora del orgullo?
Dos milenios y dos mil kilos de mierda después, seguía sin entender porque aquellos cambios de humor tan radicales florecían de los cristales rotos de aquel vaso.
Las conversaciones eran simples bocadillos vacíos y rotulados.
No comprendía ni siquiera si la vida realmente servía para algo o no servía, o si eres tú el que no importa o sí lo hace, nada.
Las palabras son como puñales y de cada trozo de cristal roto florecía una, después comprendió que decir “lo siento” solo hacía que lloviera más, haciéndose más grandes.
 En un momento de poca lucidez decidió arrancarse los zapatos de los pies y pisar todas aquellas flores en forma de palabras horribles e hirientes. Sus pies sangraban, pero no podía aguantar más la situación.
Tus cristales me duelen a pesar de que te rompí en mil pedazos, actué de pegamento pero no fue suficiente, ya que los rasguños seguirán allí.
No quiero construirte de nuevo, quiero que crezcas conmigo, pedazo a pedazo, todos estos cristales son culpa mía y cada una de estas palabras envenenadas me asfixiara en el recuerdo todos los días.
Quiero que la ropa no me pese, no arrastrar los pies ni las ganas de andar sobre este mundo asfaltado. Quiero tantas cosas que encajen en una canción para que la escuches, tantas cosas que quiero que encajen en un texto a la deriva como este.
Y piso con fuerza sobre los cristales aplastando todo y haciéndolo pedazos. Un charco de sangre baña la escena y el escozor de los cortes me inunda los ojos.
No sé cómo hacerlo, no tengo ideas.
Vuelve todo a renacer si el recuerdo aparece y los cristales crecen, junto con los días de auténtica mierda.
Ya no sé porque sangro, porque sigo pisando los cristales rotos, me hacen polvo los pies y el alma.

Los días que dejo ver mi interior, de espaldas al Sol, se divisan mis cristales rotos. Caen como pétalos de rosa, aquí, justo en el pecho.
Mirándome las alas se me han caído un par de plumas que nada más tocar el suelo se quemaron. Era verdad, vagaba por mi mente buscando una solución, una respuesta al enigma de los días de auténtica mierda.  
Llevo a la altura de los calcetines el alma y pesa casi tanto como la conciencia aplastándote. Esta vez tiro de hilo y aguja y coso la herida empapada en olvido y la dejo secar. Mis cristales rotos también tienen flores.

Estoy cansada de bañarme en este charco aun así sigo flotando. Cierro los ojos y me dejo caer, ¿estarás allí abajo cuando llegue?
La razón no vuelve a aparecer en mitad de la caída, ¿seguirás estando allí cuando llegue?

Mis pies se mueven de un renglón a otro, saltando en los puntos suspensivos como si de pasiles se tratara y en el suelo un espejo, donde se ve la piel arrancada del pecho, un corazón latiendo, unas palabras que en todo su esplendor se dejan desgarrar por ti curándose después entre tus brazos, unas palabras que no sirven para nada pero que retumban en los oídos del que siente y encaja.
Es verdad, no soy ejemplar. Quizás es todo lo opuesto a lo que pensabas, un prototipo que ha terminado explotando sin ser usado, no encajo. Una mezcla entre Martini con hielo y un sofoco en verano, así es, misteriosa, compuesta de viento, arrimándote a su vida para que vueles en su corriente, ajena al mundo, ajena a ella misma.
Nunca jamás hemos tenido el pasado tan presente en aquellos cristales que rasgaban mis pies.
Los signos de aire también lloran con la lluvia que cae de una herida de bala, no pueden respirar y lloran, así es el jodido viento cambiante.
Es verdad, no soy ninguna mierda andante, no soy la mujer a la que estás acostumbrado ni a la que te imaginabas, ni siquiera encajo en toda esta mierda. Tú tampoco eres una mierda andante y deseo acostumbrarme a ti, tampoco encajamos en ningún lado porque nosotros nos creamos nuestro propio hueco.

Hay días donde entierro la cabeza en el fango y me ahorro el salir a la superficie y preguntar, mi palabra no vale nada y simplemente el mundo deja de girar, por una cosa o por otra, siento que no hay movimiento, que no avanzamos, que nos gusta vivir y revolcarnos en la mierda que nos ha dejado nuestro pasado, nos encanta hacernos el vacío.

Me creas o no sigo muerta en vida, tan lejos de tu esencia y tan cerca de tu recuerdo, encadenada a tu encanto, a tus tonterías, a tus ideas.
Me río pensando en aquel muro tan difícil de escalar, aquí dentro, ladrillo a ladrillo, una fortaleza contra el ser humano. Allí arriba pensaba que era invencible, solitaria. Pero cuando me quise dar cuenta ya estabas allí arriba, sonriendo, haciéndome compañía.
Y ahora el muro es de papel en un clima donde siempre llueve y éste se deshace y se lo lleva la corriente  junto con todas las barreras que conseguiste atravesar.
No soy nadie. Me miro en el espejo y no soy nadie, soy piel, carne y hueso y unos ojos grandes que reflejan una mirada inevitablemente perdida. Siento que nuestro mundo se tambalea y me entran náuseas.
Cuanto más pienso en qué quieres menos llego a la solución, ni siquiera sé porque ya no me reconozco en el espejo cuando los ojos amanecen hinchados, tampoco sé porque tengo la sensación de estar girando dentro de una lavadora, ahogándome.

No entiendo una mierda de lo que está pasando, solo sé que de vez en cuando pega el chispazo y me termino electrocutando.  Me siento tan imbécil, tan estúpida y frágil, ridícula, fea y jodidamente fracasada. Puta sin yo saberlo y sosa de cojones.
No encuentro el encanto a los días soleados,  me gusta el gris y el negro y prefiero la montaña al mar. Ni siquiera sé que cojones hago con mi vida.

Da igual, llega el momento de besarte la cara y se me olvida todo en cuanto mis labios rozan tu piel y tu barba escondida. Y mis brazos rodean tu escena y nos cubre un telón enorme que nos aísla y nos hace olvidar todos nuestros complejos que nos echamos en cara en el espejo. Y siento tu olor quedándose a vivir en mi ropa y siento que estoy de nuevo en casa, que mi corazón late deprisa para alcanzar al tuyo y sincronizarse, que directamente se para el tiempo o nosotros mismos nos congelamos para recrear después una y otra vez ese recuerdo cuando estamos lejos.
Si nos hemos criado bajo la lluvia ¿Por qué ahora huimos de ella? Siempre te he recordado bajo el mar de estrellas o a la sombra del árbol más grande que había, como una especie de héroe que había caído en mi nido por casualidad.
Y cada vez que me duermo en la más profunda oscuridad recuerdo tu olor y tus ojos, tus tonterías y tus palabras:


“Pensando que hacer para sorprenderte y que sientas que estas mejor que nunca y que estés tan feliz que ni te lo creas y te levantes siempre motivada, que veas que eres un gran ejemplo a seguir en muchas cosas”

martes, 14 de abril de 2015

Ahora

“Ahora te daría un beso” Pensó.

Ni siquiera sabía lo que significaba esa frase una vez lanzada a la realidad. Quizás lo dijo aposta, pretendía hacer temblar de nuevo sus cimientos, quizás, en otro lugar de su mente estaba ese beso que quería darle luchando por desencadenarse de una distancia que ahoga y que oprime la comisura de nuestros labios.
Lo pensaría sin querer, sin darse cuenta de que el silencio que vendría después le explicaría crudamente porque no puede ser.
Las miradas al fondo de la habitación eran constantes. Mires donde mires, está allí.
Ese beso que te daría junto con tu recuerdo, saludándome entre la niebla, el tacto de tu camiseta y tu piel escapándose entre mis dedos, el tono de tu voz que se evapora por mis tímpanos.
Allí están, tumbados al sol en aquel prado, en mi cama, en la piel que hoy llevo puesta.

“Ahora te daría tantos besos” Pensó de nuevo.

Y quiso hacerse daño tocando de nuevo el filo del cristal roto cortándose con la realidad. ¿Esto es lo que nos hiere y nos hace más fuertes?  Esta sangre que brota de mis dedos no es realmente lo que nos duele.

Nos duele el alma por dentro, de agarrarnos con fuerza para que no nos lleve el viento ni el olvido, para que no nos arrastre al infierno la indiferencia, me agarro a ti como si pudiera retenerte contra mi piel ajenos al tiempo, como si la ropa no fuese a desquebrajarse andados unos centímetros. 
Y mientras mastico las sobras del último beso que nos dimos mis dedos acarician mis labios, pensativos, obsesionados con la idea de tocarte  el rostro y el pelo, de caminar por tus brazos y acariciarte el cuello.
Obsesionados con la idea de erizarte el corazón y hacerlo mío, de tocar en tu espalda alguna melodía inventada con notas musicales que ni siquiera existen mientras respiras.
Forcejean, mis ojos y tus besos, forcejean para ver quien deshace más al otro, quién se consume antes, quién es capaz de aguantar más aferrados a nuestras pieles.

¿Quién aguanta más cuando nos separan de cuajo?

Qué necesidad había de recordarse cuánto tiempo iba a pasar, cuantas noches no sentirías mis pies fríos y cuantas mañanas no harías de despertador. Ni siquiera era necesario decir cuántas migas de pan dejaría por el camino por si algún día, en el que me echaras de menos, siguieras su rumbo hacia mí.
Sabíamos que en cada segundo harían falta cinco minutos más para seguir agarrados, convencida de que seguiría viéndote sonreír por el retrovisor del coche al irte, de que yo estaría durmiendo enterrada en tus sábanas cuando vinieras de trabajar, de que el café seguiría siendo la excusa de las cuatro de la tarde.

Y cuando se parte el alma y el corazón se nos estira intentando retener la partida, se colocan en fila uno por uno lo besos que debí darte. Y en el reflejo de la ventana, viendo de fondo el paisaje quedarse donde siempre estuvo, allí están de nuevo.
Y nada más llegar la vida seguía siendo un puto infierno, con las nubes colgando y el asfalto ardiendo. Corre el aire pútrido de los cadáveres que deambulan por las aceras, y yo guardo con mimo en un frasco de tu olor a primavera.

“Ahora te daría un beso” Pensó mientras cerraba los ojos


“Aún tengo tu olor en mi ropa”

domingo, 15 de febrero de 2015

El silencio que no contesta y la mente que no podía parar de pensar.

El silencio que dejas, insoportable.
El vacío se vuelve involuntario y más que nunca desolador. A veces navego en la calma, en la profunda idea de que la lluvia no duele sino te moja por dentro, pero me has calado hasta los huesos.

Yo las aguantaba ¿sabes? Intentaba que no escaparan, para no provocar el derrumbamiento de todo lo que te llevas sin incluir este silencio, de nuevo insoportable.
Intentaba por todos los medios, retenerlas, en las orillas, prudentes y frágiles y que en cualquier segundo, entre tu mirada y la mía, podrían desprenderse.
Intenté, sin éxito, que no te preocuparas.
Pero es que he sido incapaz.

Incapaz de contener lo que se me venia encima, lo que pasaba entre las dos mitades que separaban aquel cristal. Así es, irremediable, incontenible, ni siquiera haciendo el mayor esfuerzo apretando con fuerza todos los músculos de la cara.
'Déjalas ir' pensé '¿Y yo?' seguía pensando '¿Yo no puedo ir?'

De nuevo el silencio entre lecturas de labios, suspiros largos y profundos, parpadeos interrumpidos.
Recordé que le empujé para que se fuera, ahora me arrepiento. Un beso más, solo uno. Me arrepiento de ese beso no dado y su eco me estalla por dentro.
Intento contener los arreglos de sastre que has cosido, a las heridas de guerra que me dejas al volver de nuevo la tregua. Siento como se resquebraja todo, como si el fin del mundo hubiera decidido buscar el caos perfecto dentro de mi cuerpo.

No falta mucho para que mis fuerzas flaqueen, la tristeza tiene ese don particular de tocarte en la fibra exacta cuando menos lo necesitas. Mi boca gritando auxilio, mi pecho justicia y mis ojos...mis ojos simplemente te piden que no te vayas.

Pero no es más que polvo el deseo de retenerte, que mezclado con las palabras que gesticulas, se hace bola en mi garganta y me cuesta hasta respirar.
Cuando la cuenta atrás llega a cero y las orillas están a punto de desbordarse, pienso que ya no las quiero conmigo, que porque debo retenerlas cuando se pueden marchar contigo y caen como cualquier piedra caería por un barranco aferrándose a la gravedad, caen como si fuera lluvia.
Y sé que, en contra de tu voluntad y la mía, cedo ante la situación. Destinados a arrancarnos las mitades cuando se nos pega la piel, uno al otro, continuamente, sin quererlo pero sabiendo que tendremos que hacerlo aunque duela y queme.
Me escuece el alma y por eso llora, escondiéndose avergonzada.
'Maldita sea' pienso: Maldita sea eso que tienes, que todo lo que tocas lo conviertes en arma de recuerdo donde en mi mente, se refugia un cachito de ti, personificando tu cuerpo en imagen HD.
Maldita sea eso que tienes, que desprendes por tus ojos, que me hacen sentir más frágil que la porcelana.

Te vas, y yo caminando me encuentro con todos los sitios que frecuentamos, y simplemente cae la lluvia que una vez hiciste que me calara en los huesos.