Parpadeos fugaces

martes, 17 de septiembre de 2013

Psychos in love

Sus cerebros habían estallado a la vez, salpicando su amor por todas partes.
Sus puños cerrados chocaban entre sí, el brillo de sus dientes dejaba ciegos a los espectros de su pasado.
Allí estaban, provocando la fiebre al ambiente, derritiendo la pintura de las paredes que impotente, las desnudaba y dejaba aquel color naranja ladrillo tan natural como industrial.
La sangre que brotaba de los mordiscos en sus labios alimentaban a las mariposas de sus estómagos.
Dilatadas las pupilas, habitaba en ellas la luna llena con espacio suficiente para invitar a la galaxia entera, cada noche se reunían en ellas.
El suelo transformado en techo, el techo transformado en cielo, el cielo transformado en las sábanas de su cama que se trenzaban entre sus cuerpos huyendo de las frías esquinas y el solitario cabecero.
La suavidad eléctrica de sus pies rozándose, los chispazos en cada caricia, los ojos como puñales que cortaban de raíz la respiración.

Los terremotos que resurgían de sus gargantas, interpretados como gritos de placer, asustaban a los pájaros que plácidamente dormían en el árbol.
Las nubes recorren el cielo esperando; esperando a que a la Luna le entre el sueño y vuelva la luz, para mojar con su frialdad las calles y el vapor de aquel cristal.

Cuando estaban vestidos, envenenaban el aire con sus medicinas, con sus caladas profundas, respirándose el uno al otro. Se tomaban el pulso, y cada diez minutos daba una señal de vida.
¿Durará eternamente?
¿Es el miedo a morir solos el que nos hace unirnos a un semejante o la necesidad de vivir acompañados?
Se preguntaban entre ellos.
Mientras sus dedos dibujaban asesinatos en sus espaldas, sus palabras se contestaban:
Quizás sea el efecto alucinógeno el que mantiene nuestros corazones con vida, quizás la heroína de tu piel, el calor de tus ojos desnudos en la nieve. Quizás. Quizás me descuartices con tu machete un día de estos, entre sábanas, partiéndome el corazón, como si lo metieras con saña dentro de un congelador.

Tenían claro que su mente pertenecía al presente, que las cenizas del pasado no eran fénix ni tampoco zombies que resucitan tras una epidemia de recuerdos y lágrimas. Estaban allí y el reloj cantaba. La noche se apagaba en el reflejo del cenicero de metal.
El sueño mecía sus mejillas.

Con sus brazos enroscados, como si se hubieran quedado pegados con la resina de los pinos, se quedaron dormidos en un submarino de humo y vapor. La mañana trajo las primeras lluvias que refrescaban las calles y llamaban tímidamente al cristal.

Roncaron y entre ronquidos soñaron, que sus cerebros explotaban de nuevo, prendiéndolo todo de un deseo casi imposible de satisfacer, casi imposible de controlar.
Soñaron, ¡y como soñaron! Entre fuego y tierra, allí estaban, sembrando la guerra. Y entre fuego y cielo continuaron soñando, clavándose las uñas, haciendo explotar todo su alrededor.




miércoles, 4 de septiembre de 2013

Interruptores de lluvia y tristeza.

Chapoteó en los charcos que aparecían alrededor de las lagunas de su mente, no llevaba botas, de esas fabricadas con plástico y miles de colores o tan solo uno, depende del modelo. Estaba descalza y como su madre misma la trajo al mundo. En su mente no existía la gente vestida y cuando se miraban entre ellos no crecían los prejuicios, ni tampoco existía la vergüenza.
Seguía chapoteando mientras el tiempo meteorológico pasaba a la velocidad de la luz, como en los documentales donde graban como las nubes se desintegran en las corrientes de aire. 
Las gotas de agua que salpicaban sus piernas eran cristalinas, a pesar de estar saltando en un charco que simulaba el fondo de un pozo.
A medida que chapoteaba, las gotas subían por su cuerpo, estampándose sin compasión contra su piel, resbalándose hasta llegar de nuevo al charco y ser catapultadas en un bucle caótico.

A nuestros ojos, sería una escena digna de ver en los teatros famosos, en esos en los que mucha gente expresa sus sentimientos más profundos a través de la danza.
Desde su punto de vista, solo estaba abofeteando a un charco con sus pies ¡Nada más!
Tenía fobia al agua, ¿y qué hacia? Maltratar a base de patadas a los restos que quedaban de la lluvia, que la hacia suspirar y temblar. Esa era su dulce venganza.
Miraba al cielo y éste estaba plagado de nubes que amenazaban con hacerla sufrir. De vez en cuando alguna se iluminaba, a causa de los rayos, otras veces lloraban tiñendo el cielo de su negra amargura.

Cuando las nubes lloraban y cubrían el suelo con sus lágrimas ella se sentía sola, muy sola. Podía escuchar cada gota estrellarse contra el suelo y desintegrándose en él. Caían una tras otra, como si fuera una epidemia mortal que viaja a través del aire. Si se fijaba en ellas, a veces sospechaba que se ponían todas en fila para salir de aquellas nubes tan negras ¿Kamikazes quizás?
Sus cadáveres se acumulaban en el suelo, inundándolo todo. Parecía que la muerte de aquellas gotas beneficiaba a todo el mundo menos a ella. Las plantas crecerían fuertes y sanas, las calles se limpiarían, los embalses aumentarían, pero ella, temblando, esperaría paciente a que pasase la tormenta bajo un techo de hojas de palmera. En su mente las casas eran un símbolo de las cárceles, las jaulas de los pájaros, la ansiedad.

Irónicamente, los truenos y rayos calmaban su tembleque. Sentía como una caricia eléctrica que ponía a toda su piel en pie, como si rozara con los dedos mojados algún enchufe.
Le encantaba esa sensación. Dejaba de temblar, tan solo susurraba: "Quiero más" le proponía a la madre naturaleza de su interior. A veces la complacía.

Mientras allí fuera llovía, ella creaba en la arena que rodeaba el lago algún enigma, un sol reluciente, o un par de monstruos bailando entre ellos. Tan solo tenía que tocarlos para que resurgieran del suelo, convirtiéndose en figuras de arena pantanosa que se mueven con bastante dificultad. Era su mente, era la dueña.
Entonces se le ocurrió la ingeniosa y reluciente idea de que si estaba alojada por unos segundos en su mente, podía hacer con su entorno lo que quisiera, y someter a sus miedos como sus miedos la someten a ella.

Se puso en pie con el orgullo sobre su hombro, como un loro parlante de algún capitán pirata.
Dibujó en el aire un rectángulo y simuló que lo pintaba: "Sé de color blanco" le dijo. Y apareció de repente un rectángulo blanco flotando en el aire. Ella aplaudía animada.
Dentro de ese rectángulo dibujó un cuadrado más pequeño y sacó de él, pellizcándole en el centro, un saliente que parecía un interruptor: "Sé amarillo" le dijo, y éste se volvió amarillo.
Encima de esa especie de interruptor puso "On" y debajo puso "Off"
Tan solo tenía que pronunciar el nombre de su miedo y darle al interruptor.
Su dedo a centímetros del interruptor, su boca temblando, como si pronunciar el nombre de su desdicha provocara terremotos entre sus dientes.
Después de temblar varias veces, relajarse y volver a temblar respiró con fuerza y dijo "Lluvia" y bajó el interruptor a "Off"
De repente dejó de llover.
Se hizo el silencio, que si agudizaba el oído podía escuchar como lo rompía el goteo en hojas de árboles y arbustos.
Observó todo su alrededor mojado y salió con los ojos como platos de aquel techo de hojas de palmera.

El eco de su euforia sonó hasta en su propio estómago.
Bailó y gritó hasta que despertó de aquella apasionante aventura.
Como era su rutina, pisoteó hasta la muerte o hasta dejarlos vacíos los restos de la lluvia que tanto la hacía temblar.
Allí estaba ella, victoriosa y feliz. Y tan solo tenía que pulsar un botón.