Parpadeos fugaces

domingo, 14 de julio de 2013

La búsqueda, el abandono, la espera, perderse, encontrarse, reconstruirse.

"Érase una vez un incansable luchador, luchando por salir de tu aburrido corazón" dijo Robe más de una vez.
La muchacha cogió la manía de subirse a los sitios más altos, para que nadie pudiera alcanzarla y hacerla daño, o eso pensaba que le harían.
La ventaja de aquellas subidas era el paisaje que veía. Ningún rincón se resistía a sus ojos, y por encima de ella solo estaban el cielo, el Sol, y a veces las nubes. Los días de viento eran los mejores, mecían su intranquilidad y relajaban sus pensamientos, convenciéndola a veces de que bajar y tocar tierra de vez en cuando no estaría mal.
Una vez bajó del pino en el que estaba, y al sentir la tierra fría en sus pies cerró los ojos de la satisfacción. Tan fresca, húmeda, cercana. No le haría daño, no podía hacerlo. Ando varios kilómetros sin mirar atrás al pino donde ella estaba subida. Después de hacer crujir varias ramas y de haber bebido de un riachuelo que por allí corría alegre, se topó con un humano.
A simple vista parecía inocente. Pero la muchacha siempre desconfió de ellos, así que se escondió detrás de un árbol para observarle. El humano se estaba preparando la comida en una pequeña hoguera que había construido, poniendo piedras en círculo y leña dentro para prenderla. La muchacha observó todo el proceso, como devoraba la comida, como apagaba el fuego echándole un cazo de agua, como gruñía el fuego al fusionarse con el agua y que finalmente se convertiría en humo que se perdía en el bosque. Después el humano se tumbo en el tronco de un árbol y cerró los ojos. Parecía que dormía.
Cuanto más se mordía las uñas la muchacha más crecía su curiosidad y sus ganas de acercarse. Aunque la idea de que podría hacerla daño no se borraba de su cerebro.
Decidió acercarse sorteando las ramas crujientes que había en el suelo y que por experiencia, el ruido podría despertar al humano. Se acercó lo suficiente como para ver al humano como un ser bello, se atrevió a pensar que podía ver hasta su inteligencia sin que dijera palabra. Su respiración era música a pulmón, convirtiéndose en la banda sonora de sus anhelos.
¿Qué sintió?
Jamás te lo reconocerá.
Al marcharse miró de nuevo atrás, para echar un último vistazo al humano. Y cuando le vio éste estaba despierto. Del susto la muchacha se escondió rápidamente detrás de un árbol, pero ya era tarde.
Preguntaba el humano "¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? ¿Por qué te escondes?" Y la muchacha no quería responder.
¿Qué tendría que decir?
El humano se levantó ofreciéndole la mano, mientras con un tono de confianza, le decía que no tuviese miedo. La muchacha desconfiaba, ya había escuchado a muchos humanos decir eso con un cuchillo tras la espalda, aún así decidió hablar, y preguntarle qué hacía allí.
El humano contestó que estaba harto de los otros humanos, de sus prisas, de sus opiniones, su compañía constante le agobiaba. Caminar por la calle rodeado de gente que era la misma especie que él y que ni siquiera se dirijan la palabra por el simple hecho de ser extraños le angustiaba. El ruido de la ciudad, las continuas luces de neón que intentan atraerte, como si fueran las telarañas de una viuda negra y tú un simple mosquito. El humo asfixiante de los coches, que le pudría por dentro. Estaba enfermo y necesitaba un cambio que fuera su cura, así que decidió perderse en el bosque para encontrarse.
La muchacha memorizó sin quererlo cada una de las palabras que salían de su boca en fila, sin prisa, con calma, con elegancia, como una pasarela de moda lingüística. Espectacular.
 Sin darse cuenta se había sentado a observarle y escucharle, como un alumno con su maestro.
El humano siguió expresándose, explicando con detalle todo lo que le agobiaba de su propia especie.
La muchacha sintió que aquel humano, era el ingrediente que le faltaba a su vida, el que daría el toque de gastronomía perfecta. La receta perfecta estaba en su piel, en su cabeza. Y sin quererlo, se coló en su pequeño corazón.
Entonces el humano le preguntó porqué estaba allí.
Ella también se desahogó, como si le conociera de toda la vida, le explicó porque desconfiaba de los humanos, porque los odiaba y le explico un par de teorías con las cuales entendía un poco más el mundo, o creía entender. Se pasó la tarde entre teorías, explicaciones, comparaciones y coincidencias, que agradaron tanto a uno como al otro.
Dos humanos que no comprendían el mundo en el que vivían, que odiaban lo mismo, que les agobiaba su propia especie, y que sin venir a cuento, se habían encontrado en el paraíso de la tranquilidad, de la naturaleza, se habían perdido para encontrarse.
Seguían los días y en cada uno de ellos se contaban historias diferentes, de sus vidas, inventadas, sus sueños, sus pesadillas, se intercambiaron gustos musicales, se dieron la confianza uno con el otro.
Sentados en la hierba, mirándose uno al otro mientras dejaban el tema libre a las palabras, las miradas se hablaban por otro canal, un lenguaje de parpadeos y deseo que se calaba entre los dientes.
El humano cogió por el cuello a la muchacha y la besó.
El tema de conversación pasó al silencio, un silencio que se rompía con el pequeño sonido que emergía de los choques de sus labios, el roce de sus pieles, el sentido del tacto acariciando cada uno de sus rincones.
Las palabras se quedaron allí calladas, cruzadas de brazos, esperando a que hablaran, pero no hablaron, solo se encontraron a sí mismos el uno con el otro.
Después de varias semanas cosiendo sus cuerpos mutuamente, llegó el caluroso verano, y con él lo temido.
Despertó un día la muchacha con un saco de promesas a su espalda, visitó el lugar donde vivía el humano, pero no estaba allí.
Él dijo que la vería allí antes de volver a la ciudad, pero se había ido sin avisar.
Sin cumplir sus promesas.
Sin dar explicaciones.
Ni siquiera dejó una nota, nunca más volvieron a hablar.
Se llevó la confianza que había depositado ella en él, también se llevó su corazón.
Tenía un hueco en el pecho que sabía que jamás podría volver a rellenar. Los ojos lloraban cuando el día caía y ella intentaba dormir.
Los pájaros ya no cantaban, solo piaban tímidos intentando no molestarla. Los árboles intentaban consolarla, meciendo suave con el viento, sus hojas. Los animales huían, la miraban con pena.
Caminaba descalza por la tierra que un día estaba fresca. Se clavó más de una rama crujiente en los pies y aún así siguió caminando, intentando encontrarle.
Perdió casi un año de su vida caminando, buscándole. ¿Dónde está? ¿Porqué se ha ido?
Los humanos no eran de confianza, no confíes en ellos, se repetía una y otra vez.
Cerró tantas puertas dentro de sí misma que ya ni siquiera podía encontrar atajos para sacar todo el odio y la tristeza que dentro de ella crecían.
Se subió al árbol más alto que encontró en aquel bosque, y allí se quedó, esperando a que volviera, aunque sabía perfectamente que no lo haría.