Parpadeos fugaces

domingo, 1 de junio de 2014

El cortejo de la heroína.

Detestaban la luz directa.
Esa que hace fuerza contra tus párpados para cerrártelos y dejarte ciego y desorientado, vulnerable. 
La luz directa de un nuevo amanecer que se cuela, silencioso, por las rendijas de tu persiana o las telas de tus cortinas. 
Aquel día el mundo se permitió descansar cinco minutos más. 
Aquel día el mundo se levanto sin saber lo que le pasaría en unas pocas horas. 

Las calles murmuraban mientras la brisa se paseaba por sus rincones, no llego a recordar cuantas estrellas había en el cielo o cuantas gotas de lluvia cayeron. 
Entre la lluvia sus ojos. 
Bajo sus estrellas, las mías. 

Carretera arriba los carteles anunciaban la declaración de la guerra contra sus nervios. 
Conversaciones en silencio, con nuestros cuatro pilares. Timidez allí estaba, presidiendo la mesa. 

El recuerdo sale disparado y se expande por la pantalla de su imaginación la imagen de sus ojos entre la lluvia. 
¡La luz directa otra vez no! ¡Apaguen esa linterna!
Sus ojos seguían de fondo en la escena, como si de una pantalla de cine se tratara. 
Recuerdo que sus palabras luchaban por salir todas a la vez de su boca y colgarse de la suya, gritando "¡Bésame!" 
Pero no ocurrió. Simplemente se quedaron ahogadas en los barrotes que salían de sus dientes. 
Las neuronas se miraban unas a otras, las órdenes no eran cumplidas, ¿qué pasaba? 

Recuerdo aquel mechero azul y la tinta del boli bic que impregnó de tramas aquella hoja de cuaderno. 
Tus pulmones respirando mi recuerdo y mis ojos sin oxígeno al verte. 

Cuantas veces sentí que caía en un abismo, sin salvación. 
Cuantas veces imaginé en mis lienzos una mano que se asomaba ofreciendo ayuda, que me daba tiempo a agarrarla y que al agarrarla dejara de caer.
Sentada en frente de los cuadros, inacabados, porque era incapaz de imaginarse cómo sería aquella mano salvadora, sentada y pensativa así pasaba los días. 
Cada día el mismo ritual. 
A la misma hora en el mismo lugar, aguja en mano, cosía sus heridas. Cada día se abrían como flor al sol de la mañana y le hacían sangrar. Salía al patio a coser sus heridas, que con las mañanas veraniegas se ablandaba la piel. Cuanta calma desprenden y que tranquila está mi alma sin naufragar en los charcos de lluvia.  Una lluvia que no fue amiga, sino enemiga, hasta cierta temporada después. 

La vida te sacude cuando menos te lo esperas mientras el tiempo espera a que reacciones y te enganches a él, para no perderlo de nuevo. 
Ardieron las lágrimas de rabia en las arrugas de la almohada, salpicó de odio las paredes que la rodeaban. Soledad arropa a tristeza y tristeza duerme con ella, todas las noches de su vida. 

Seguía durmiendo mientras caía en el agujero negro de su vacío, que nació del caos y de la ausencia de raíces que le permitirían volver a sentir. Le arrancaron el alma de su cuerpo. 
Vagaba por el mundo, muerta y viva, sin retorno ni destino ni siquiera sabía cual sería. La sensación de andar muerto por la vida, como si fuera una manta cuando hace frío, abrigándote. Había días que no comprendía la existencia humana y otros días en los que imaginaba como alguien que lo estaba pasando peor que ella la regañaba "¡Tú comes, yo no!" 
Su alma estuvo a punto de morir de hambre, abandonada en cualquier rincón sin poder volver a su cuerpo. Cuantas noches lloró por ella, rogando que volviera, que se la devolvieran. Cuantas veces, cuantas veces. 
Era terrible levantarse desorientada después de haber estado mil y una noches hablando con la muerte, de sus excusas para dejarla vivir y sus miedos por tenerla allí con ella. Escalofriante.

El día que el mundo se permitió cinco minutos más de descanso ella se quedó dormida quince minutos más. Aquel día, según mi escasa memoria, hacia viento y frío.
Nadie quería moverse de la cama ni desprenderse del calor que generaba su cuerpo contra las sábanas. Aquella sensación de placidez se hizo sólida.
Continuaron las horas en el reloj y el parpadeo de los minutos que corrían se hacían más lentos. ¿Será la hora ya?

Cuando la  alarma del móvil tocó la intro del futuro festival el tiempo se paró de repente, como si estuviera observando la escena meticulosamente. Las palabras que se peleaban por salir de su boca y colgarse de sus labios se aplastaron contra éstos. Y como si se tratase de ceniza dentro de un huracán sus nervios se esfumaron. Paz. Una paz jodidamente adictiva.

Quería experimentar.
Quería averiguar si aún quedaba algo de vida en ese hueco tan negro que tenía por la zona del pecho.
Se inclinó hacia su interior y de asomarse tanto resbaló y cayó.

El aire de la ciudad es insoportable, las calles están sucias, la gente está plastificada y el agua contaminada. Había días en los que haría explotar la ciudad. Sus razones no eran egoístas, no era por el ruido, ni por el color gris de psiquiátrico de todas las calles y edificios, la razón era simple, la propia ciudad quería auto-destruirse.
Según pasaban los días de la mano de sus queridas noches el síndrome de abstinencia iba creciendo. A veces no la dejaba dormir. Era imposible dormir con un mono gigante que no hace nada más que dar patadas mientras duerme y ronca congestionadamente.  A veces los días, pero sobre todo sus noches, se hacían interminables. Es increíble todo lo que tiene que aguantar su pijama.

La luz directa siempre se estrellaba contra su estómago tras tres horas de viaje y un par de cafés, canciones de carretera y nuestras bandas sonoras. Era alucinante como de un kilómetro para otro cambiaba el paisaje.

La luz directa que provenía de sus ojos alumbraba sin piedad a los murciélagos de su estómago, que se volvían locos y eufóricos, contando que a veces le entraban ganas hasta de vomitar.
Pero no siempre entraría el sol por su hogareña ventana y despertaría en su antigua cama.

No le faltaron ni dos metros para saber que dolería más marcharse y mirar atrás que no mirar.
Solo un segundo, sus ojos, mi alma.


Se encontraban en los sueños.
A cualquier hora, con los ojos cerrados.
En sus sueños no había fronteras, ni gravedad, ni tiempo.
Sin prisas, podían aparecer en cualquier lugar.
En sus sueños no existían los miedos, al menos en sus cuerpos.
Todo aquello que temían decirse, que evitaban pensar, se personificaba en dientes de león que tan solo tendrían que soplar para que se disiparan.
"Te echo de menos" le dijo.
Aquella frase albergaba misterio, ¿cuándo le echaría de menos? ¿Antes de llegar? ¿Justo después de irse?
Se dieron cuenta del silencio que había nacido de la confesión de sentimientos,mientras la conversación se quedó en sus pupilas, después continuó en su boca:

"Te echo de menos cuando el tiempo me niega tu visita, cuando abra los ojos de este sueño y no estés, cuando me tomo el café y en cada movimiento de la cucharilla observo que no hay espuma. Cuando la brisa es fresca y las ramas de los árboles bailan con ella, cuando me visto y me desvisto; cuando busco inspiración. Te echo de menos cuando llega la noche y sus suspiros nocturnos, cuando saluda el día con sus cálidos rayos, cuando veo cualquier pájaro"

El silencio volvió a reinar.

"Te echo de menos hasta con el corazón helado"

Mientras caía a su interior lo reconoció, ella dijo: "Me asomé demasiado"
Con la mirada perdida recordó todas las tristes y soleadas mañanas que salía al patio a coser sus heridas.
Quizás no fue el hilo ni la aguja, sino el afán por pincharse.
El dolor nos recuerda que estamos vivos y pincharse con la aguja nunca viene mal.
Ahora lo veía, aquella mano, tan fuerte y suave, pintada en el borde del lienzo, tan perfecta.

Agarró su mano y ella gritó: "¡Súbeme, estoy harta de caer!"









No hay comentarios:

Publicar un comentario