Parpadeos fugaces

domingo, 21 de octubre de 2012

De casualidad encontré el Nirvana.

Las ventanas estaban cerradas y fuera la lluvia golpeaba la superficie asfaltada de la ciudad, derramando litros y litros de suciedad calle abajo. Los árboles se agitaban alocados desprendiendo sus preocupaciones en forma de hojas secas y dejando que el viento se las llevara.
Aquí dentro huele a café, y mis manos frías rodean la taza ardiente y humeante para entrar en calor. No hay nada como el cálido vapor que te derrite por dentro. Y entre la amargura del café y la dulzura del azúcar metí la cucharilla y empecé a remover. El primer sorbo me quemó los labios y alivió mi garganta.
El pijama, roído por el desgaste y manchado de manchas que nunca nadie sabrá de qué son dejaba entrar a los escalofríos que provocaban a mi piel de gallina.
Mis pies fríos se rozaron con las sábanas, metiéndose poco a poco debajo del nórdico. Los dos juntos se restregaban para darse calor mutuo, y pasados unos minutos entraron en calor.
Doblé la almohada por la mitad y la apoyé contra la pared, junto con el cojín, tumbándome encima.
Seguí sujetando la taza con una mano, y la otra empezó a rascarme la cabeza, pensativa; de fondo el sonido de la lluvia iba despareciendo y tan solo se oía el "clong,clong" de las gotas que caían en la trampa de la gravedad, precipitándose contra el suelo.
La luz triste de un día nublado no quería entrar por las cortinas, avergonzado, se quedo en el reflejo de mis ventanas. Se escuchaba el viento, que susurraba secretos entre corrientes y azotaba sin piedad los edificios de la ciudad.
El vapor de café huye de la taza, retorciéndose hacia arriba hasta desaparecer. Doy el último trago, más dulce que amargo, y dejo la taza en la mesilla.
Me sumerjo entre sábanas y el nórdico.
Ni rastro del sueño que anhelo desde hace un tiempo, dejo caer los párpados y éstos se resisten. Vuelta a la izquierda, y está frío. Después de contagiar mi calor a la tela me vuelvo al lado derecho, que está también frío. Vuelvo a darme la vuelta.
Giro la cabeza y entre sombras y luces frágiles y desamparadas se asoma el tímido tic tac del reloj. Las manecillas anuncian el insomnio una vez más en unos meses, unos años, casi media vida.
El silencio acaricia mi calor: ¿Tendrá miedo de soñar?

Cierro los ojos e invento sueños para distraerme de la preocupación que nace en mí al no ver venir nunca de vuelta el sueño. Y se escuchan pasos rápidos en la oscuridad de mis párpados, y después se vislumbra una imagen.
Caminaba rápido a un destino lejano a las afueras de mi entendimiento, el Sol en paro finalmente despedido por no alumbrar. Las nubes arropaban un cielo invernal, deseoso de hacernos tiritar.
Un reflejo rojo y la intuición en marcha quiso que el Capitán cambiara el rumbo y de repente, cambié el paso hacia otro lugar.
En medio de ese mar de dudas se me hundió el barco, y el tiempo, acostumbrado a pararse cuando menos lo necesitas ralentizó mi paso y los reflejos para hablar.
La lengua echa un nudo, temblando por sí el Capitán sacaba su espada y se ponía a acuchillar. ¿Y sí de repente empiezo a llover? ¿Y si el silencio seca mis pupilas y mi cuerpo cae al suelo?
Pero no ocurrió nada de eso. No sentí nada, excepto un pequeño temblor.
El adiós siempre ha sido un final seco, pero este pasó desapercibido, ni siquiera miró directamente. Siguió andando como si nada y yo noté mi caminar extraño.
Las piernas se entrelazaban y se escaqueaban de un paso normal y decisivo. Pensaba, ¿Seguro que nada?
Seguí andando rascándome la cabeza pensando en nada solo en caminar.

Abro los ojos.
Los pies otra vez fríos y el cuerpo temblando. Sudores fríos desembocando en escalofríos, anhelo el calor de la taza de café.
Comienza a llover y me doy  la vuelta, cierro los ojos.
No sentí nada, pero algo extraño pasa aquí dentro. ¿Temblará el Capitán también?

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