Parpadeos fugaces

jueves, 14 de noviembre de 2013

Pirómanos Anónimos

Heredaron la pasión del fuego de sus ancestros, ardían en cólera con poca frecuencia, solo cuando la sangre lo pedía. Bajo sus ojos reflectantes se mecían las noches de insomnio y sus sueños perdidos. La piel desquebrajada se transformaba en ceniza, simulando cualquier día de Diciembre donde cae la nieve.
Su ceniza era de una textura más fría que la nieve de Enero o la escarcha de Febrero. Todos los meses del año se le caían trozos de piel, dando a entender que como las hojas se caen en otoño, los recuerdos se desprenden de una mente torturada, dejándole respirar.
Paisajes por los que paseaba se convertían en caminos de lava donde la temperatura abrasaba todas las dudas que una vez tuvo en aquella cabeza tan fría.
Era un cubito de hielo en una isla desierta en mitad del vacío del espacio. Contaba estrellas e inventaba formas entre ellas: caballos, lagartos, dragones.
Cuando el ácido hacia efecto, su cerebro explotaba esparciéndose por todo el universo resaltando el lago celestial de la Vía Láctea. 
Había días que se levantaba de la cama y le molestaba la piel. Su mejor amiga, la fiebre, le acompañaba todas las madrugadas y nunca le fallaba. Tenía como mascotas un par de cerillas y velas que le hacían compañía cuando las lágrimas hacían temblar a sus llamaradas.
Cada vez que le ardían las ganas agarraba la botella de absenta con fuerza, para que le quemara por dentro.
La ciudad le resultaba estresante, agobiante, una cuerda de diamantes con la que la hipocresía y las prisas le ahorcaban en cada paso. Siempre le gustó dejar huella allá por donde pasaba, de vez en cuando quemaba algún contenedor.
Pensaba que nadie jamás podría aguantar el contraste brutal de temperatura que sufría desde hace años.
Algunas veces su corazón desprendía un olor a chamusquina que preocupaba a su madre, convencida de que su retoño podría calmarlo.

Pero cada día que pasaba más se impregnaba el invierno en su interior. Con la escarcha afilada como mecanismo de defensa ante el caótico amor, apuñalaba sin miedo a todo aquel que intentaba cazarlo.
Nunca pensó que un día se levantaría y se engancharía al fuego del mismísimo infierno. La hoguera de las hogueras. La burbuja de oxígeno que te da un empujoncito de ventaja ante la muerte; notaba como el sufrimiento le daba una tregua cuando sonreía, utilizando su mirada como un potente analgésico.
Había conocido a un alma errante que vagaba por las sombras y la oscuridad al mismo paso que él, pero por diferentes terrenos. Tenían el corazón medio muerto, donde apagaban los cigarrillos que se fumaban pensativos, como si fuera un cenicero.

En cuanto la besó se dio cuenta. Cuando observó que la lluvia se evaporaba al tocarlos cayó en la cuenta.
Y es que nunca le dio por pensar que el frío extremo puede llegar a quemar.
¡Así es! El hielo quema.

Y se quemó los labios cuando besó los suyos, confirmando la teoría. Había encontrado quizás, la vista más privilegiada desde la cima del iceberg. Había chocado su piel de nieve con su cuerpo de hielo cristalino y saltaron las chispas, se prendió el bosque, las calles, la ropa, las miradas.
Se derritieron por fuera pero no se descongelaron por dentro, porque fue aquello lo que les unió.
Que los dos vivían en un eterno invierno donde el sufrimiento añadía una capa más de nieve al día, conviviendo con la tristeza como si fuera la felicidad.

Besaba sus labios y en sus lenguas se podían degustar los finos copos de nieve que se intercambiaban a través del calor más frío que podía existir.

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