Parpadeos fugaces

viernes, 28 de septiembre de 2012

Me saqué el carné de conducir para recorrer tus curvas, tus desvíos, tus autopistas.

En la adictiva espiral del orgasmo, nos encontramos en el nivel del capricho. La ausencia de su grito y las miles de sensaciones que estallan a la vez en una zona muy usada de nuestro cuerpo empiezan a escasear en tiempos calientes. ¿Y en tiempos fríos? Cuando la piel se refugia en su propio calor. 
Las altas temperaturas que provoca el olor de una colonia, un músculo marcado, la insinuante camiseta o el apretado pantalón, la fiebre te sube si brilla su sonrisa. El simple olor de su piel o de su pelo, eriza la mente dejando el perfume de un beso en el aire, o la imaginación activa si quieres rejuntar su cuerpo con el tuyo. Arden las paredes de este mundo cuando vemos una falda corta seguidas de unas piernas largas y bonitas. Colores en los ojos que probablemente se crucen con los nuestros, y en un destello de agua y luz reavive un arco iris que desaparece cuando nos dejamos de mirar. 

Como ocurre con su espalda, era tan grande. La barba que ya es veterana en tu piel tiene un color marrón oscuro y tu pelo desaliñado, sembrando el caos en tu cabeza. Esas manos de dedos tan largos, esa sonrisa tan mortal y esa voz penetrante que tenía el poder de desmontar todos los engranajes de mi cuerpo.
Esos ojos marrones intensos, medio verdes pantano, transformando mi sangre en vapor.

¿Y qué me dices de esa melena morena? Color carbón pintando huellas en mi memoria dejando un suave aroma a arte, con un toque de limón. Su figura tan marcada, curvas peligrosas donde cualquiera puede volcar en la locura y no poder salir de allí jamás. Adicción a la suavidad de tu piel, fascinación por tu belleza interior.

El azul que baña tus ojos en una cara pueblerina me resultaba familiar. Quizás las cualidades físicas no encajaban del todo, y puede que no sea el prototipo de macho-men que toda mujer busca. Sin embargo, las segundas oportunidades suelen ser buenas. O eso dicen. Hablamos más del campo psicológico. La ironía seca, el humor que te dejaba pensar unos segundos. Gestos. Un roce y saltan chispas. Qué ojos más grandes. Que personalidad tan rica.

Orgasmo infinito en las espirales de su cabello rebotando en la pared como si fuera una pelota, haciendo sudar al tiempo en lugares rústicos o naturales. Donde el capricho nos reclamara. Besos carnosos de unos labios adictos a la hoguera de una pasión incontrolable. La ausencia de ropa y el fresco en nuestra piel entrando por la ventana. Caricias, miradas, descontrol. Se avergüenza la ninfomanía a nuestro lado.

Aquella rubia, de risa auténtica mirada profunda, embotellada en frasco pequeño y con una iluminación solar sobrenatural. Kilómetros de sensualidad que manchan su piel, dejando el rastro de provocación al pasar. Su locura curvilínea, como una eterna canción de seducción es su voz, y en cada nota una tilde picante. Tan tierna como el pan.

Y es que donde hubo fuego, quedan cenizas, y en esas cenizas se esconden más de un millón de brasas. Brasas que acabaran quemando mi interior si no las riego con agua, brasas que quizás se apaguen solas o sigan prendiendo el recuerdo de un tiempo mareado por la confusión. El tacto tan suave y liso de su pelo, la cara fina y las manos frías. Muy frías. Fumaré el vaho que sale de tus labios si quieres besarme, nos refugiamos en aquel rincón y nos damos calor. Las brasas saben más que yo de esto. Arden.

La lista de humanos orgásmicos es totalmente infinita, la adicción es infinita. Aunque la vida no sea infinita, ni la juventud ni la belleza, siempre quedará el recuerdo de un tiempo en el que las paredes ardían, la ropa sobraba, los besos calmaban. La sangre de las heridas está ya coagulada, las cicatrices con las que fardas ahora atraen. La experiencia nos avisa constantemente, pero, ¿Hay que hacerla caso siempre? 

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